jueves, 5 de abril de 2018

Relaciones entre Satanismo y Romanticismo. Su historia


El triunfo de la razón, en los siglos XVII y XVIII, dio mala fama a la palabra romántico. Sus sinónimos fueron quimérico, pueril, ridículo, absurdo e increíble. Sin embargo, al ensombrecerse la Aufklärung y al surgir el Romanticismo, la palabra romántico se revalorizó, apuntando a la preocupación por la invención, la creación y lo fantástico. En una época apasionada por la creación y lo novedoso, la literatura fantástica se entronizó como uno de los géneros protagonistas de la consagración de las diferencias, ya que resalta aquellos aspectos de la experiencia que se aventuran más allá de lo estrictamente humano, hacia un ámbito sobrenatural. La literatura fantástica maduró entonces en la época romántica, a su vez la literatura romántica se inclinó reiteradamente hacia lo fantástico.

Siguiendo estos razonamientos es posible comprender que la superstición haya sido fuente vital de la literatura fantástica. Más aún, las posturas de los artistas y pensadores de la época frente a la superstición son una clave para categorizarlos. Por ejemplo, lo opuesto de las percepciones sobre la superstición de Voltaire y Nodier son muy ilustrativas de los contrastes entre Ilustración y Romanticismo: Voltaire la denunció como una peste y un fanatismo, Nodier la elevó a símbolo de la poesía misma.

Tan distintos acercamientos a la superstición indican necesariamente una progresión histórica. Los románticos asociaron superstición y poesía porque su distancia del pensamiento mágico les permitió transformarlo en fórmula estética; en cambio, Voltaire rechazó categóricamente la superstición pues convivía con ella. Los alegatos de Voltaire eran críticas sociales, pretendía librar al mundo de creencias mágicas, tarea que se tradujo en medidas drásticas y brutales, llegando por ejemplo a proponer la quema de los magos, acusándolos no por hechiceros, sino por idiotas.

Bajo la égida de pensamientos como el de Nodier, los nacientes escritores románticos, en contraposición a los intolerantes postulados “ilustrados”, se abocaron a describir el potencial estético de la superstición, inspirándose en las ideas ocultas de los hechiceros, locos, herejes, en fin, los proscritos en nombre de la recta razón. El vehículo predilecto de esta nueva estética fue el género fantástico.

Según los románticos, la crítica racional de la superstición y la fe tenía efectos negativos, dejando a la humanidad sin el consuelo que éstas les brindaban y sin ofrecer nada en su lugar. Siebers escribe al respecto: “La sabiduría de la Razón era la sabiduría de la serpiente: condenaba los prejuicios de la superstición tan sólo para caer en prejuicios similares. Se burló de la expulsión, y acabó expulsando la fe y la creencia”. Ante este panorama la elección que quedó a los intelectuales del siglo XIX fue limitada, los románticos más nostálgicos abrazaron la superstición como forma de primitivismo poético; los filósofos más humanistas especularon acerca del mito y la superstición, considerándolos lenguajes naturales. Al final, para ambas escuelas de Romanticismo, la superstición se convirtió en un arma contra las prácticas excluyentes de la Ilustración y fue propaganda del pluralismo poético, tan importante para ellos.

Siguiendo estos razonamientos, planteamos que el Romanticismo se originó como una respuesta compasiva a la persecución y la violencia social. Los románticos identificaron el escepticismo racional con la insensibilidad y la violencia, y su abrazo de lo fantástico fue, por lo menos en sus inicios, un gesto favorable a los parias de la Razón.

La actitud decimonónica hacia Satanás ilustra la simpatía de los románticos por los proscritos de la Ilustración. Después del Paraíso Perdido de John Milton, Satán adquirió proporciones heroicas, identificándose los románticos cada vez más con el ángel expulsado, llegando a acusar al cristianismo por haberlo exiliado. No hay que mal interpretar estos razonamientos, los románticos no creyeron en Satanás, lo adoraron como figura política, retórica y filosófica, además de fuente de expresión poética.

En definitiva, los románticos se refugiaron en la sinrazón como respuesta y ataque a la violencia de la Razón. Al desdeñar las prácticas de exclusión de la Ilustración, se esforzaron por no excluir nada. El espíritu del mundo hegeliano es un ejemplo excelente, y su relación con el racionalismo aparece esbozada en las secciones de la Fenomenología del Espíritu dedicadas a la Ilustración y la superstición. Según Hegel, la razón falló porque no se consideró a sí misma en sus objetos de análisis, al contrario, todo fuera de ella le era ajeno. Hegel concluye que la razón de los “ilustrados” no reconoce la existencia de la otredad, por tanto, al burlarse los racionalistas de la fuente de superstición, considerándola ajena, cayeron a su vez en la superstición y la irracionalidad.

El decurso del pensamiento romántico incurre posteriormente en el mismo vicio achacado a la Ilustración, porque al atacar la revuelta racionalista contra la superstición produjeron su propia forma de superstición. Su respuesta a la sinrazón de la Razón se tornó radical, cayendo pronto en una postura patológica y quizás perversa: originalmente los románticos se constituyeron en voceros de las víctimas para suprimir a todos los perseguidores, pero luego su propia defensa fue victimizante, asumiendo ahora ellos el rol de víctima.

Vemos que el intento del Romanticismo por diferenciarse del racionalismo, en últimas cuentas no fue muy distinto del proceso de exclusión empleado por la Razón para expulsar la fe y la creencia, sólo que los románticos lograron la diferenciación por medio de la expulsión de sí mismos. Como los racionalistas, proscribieron a todo disidente, llamando victimadores a sus enemigos y ofreciendo como pruebas sus propios sufrimientos. Esta estrategia de autoexpulsión ejerció un efecto destructivo sobre el propio romántico, una vez que los románticos empezaron a gustar de su condición de víctima, se regodearon en su otredad, diferenciándose de todos los demás. Se jactaban de sus diferencias, pues las creían pruebas de genialidad y superioridad.

Esta enajenación del ego romántico produjo que durante toda su época, se creyera que los gérmenes de la locura engendraban la brillantez necesaria para el aspirante a artista. Por ejemplo, para Nerval, el genio poético y la locura eran complementarios. Esta frecuente equiparación de locura y genio alentó a muchos artistas a estudiar psicopatología, produciendo un profundo cambio de la forma literaria, el estilo, el contenido y especialmente, la conducta del artista. El artista romántico se presentó como el transmisor de la locura y de la inspiración macabra, colocándose deliberadamente en los márgenes de la sociedad. Este hombre desdeñó a la sociedad y buscó la soledad con el propósito de alimentar sus propias visiones excéntricas, no obstante, sólo entre la multitud su delirio podía ser considerado genial.

A medida que la conducta de los aspirantes a genio se volvía más excéntrica, evolucionó y prosperó el mito del artista loco: Baudelaire, Gógol, Hoffman, Maupassant, Nerval y Poe. La locura junto con la superstición se convirtió en el tópico predilecto de esta generación de escritores, afianzándose aún más a principios del siglo XX con la aparición del concepto freudiano del inconsciente, término que legitimó a la locura como fuente de inspiración creadora.

Es así como el artista romántico se interna, o por lo menos pretende hacerlo, en su propia soledad. Para el ego romántico, ser el poeta supranaturalmente inspirado es convertirse en el Único (le seul), como lo demuestra “Le Christ aux oliviers” de Nerval. Al retirarse a la soledad se diviniza a sí mismo, en palabras de Maupassant: “Guardo dentro de mí, en lo más hondo, este hogar secreto del Ego donde nadie penetra. Nadie puede descubrirlo, entrar allí, porque nadie se asemeja a mí, porque nadie comprende a nadie”.

La personalidad romántica, de esta manera descrita, es como expresaba Baudelaire el vampiro de su propio corazón, que adora en un “culto del yo” pero de un “yo sediento de no yo”. “¡Extraño espiritualismo!”, dijo Baudelaire, “para aquellos que al mismo tiempo son sus sacerdotes y sus víctimas…”. El dandy es el sacerdote y la víctima del arte, que define su existencia de acuerdo con los extremos de la representación fantástica: Jesucristo y Satanás. Deseando estar fuera del mundo, exalta la grandeza de los parias.

Para Baudelaire, quien creía que el tipo más perfecto de “virtud varonil es Satanás, como lo describió Milton”, sólo había dos cualidades literarias fundamentales: supranaturalismo e ironía. Por ironía Baudelaire entendió el desapego de sí mismo y el sarcasmo, expresiones llevadas al paroxismo por los románticos, quienes las constituyeron en su cotidianeidad. Tanto el supranaturalismo como la ironía permitieron al genio romántico sumergirse en la adversidad y la marginalidad. Un fragmento del mismo Baudelaire ilustra la tensión con que convivía el artista romántico al seguir estos mandatos:

En realidad, no estuve completamente equivocado al considerar al dandismo como una especie de religión. La regla monástica más rigurosa, la orden irresistible del Viejo de la montaña, que exigía el suicidio a sus embriagadores discípulos, no eran más despóticas ni más obedecidas que esta doctrina de la elegancia y la originalidad, pues también impone a sus ambiciosos y humildes fieles, hombres a menudo llenos de ingenio, valor, pasión y energía controlada, ese terrible mandamiento: Perinde ac cadaver!

Detrás de todo esto hay una patología única: el artista se marca a sí mismo con elsignum diaboli, para derivar al genio desde el tormento. Entendiendo esto se puede concluir que el objetivo singular del artista romántico es transformar el signum diabolien el genius diaboli, y hacer del pavor de la superstición el poder de su arte.

Como el Hombre de la Multitud de Poe, el artista romántico es el “tipo y el genio de profundo crimen”, crímenes profundos contra el yo. Y sin embargo, si el romántico quiere triunfar en su búsqueda masoquista de la agonía del arte, deberá tener testigos, pues sólo entonces adquirirá significado su unicidad y genialidad. Las obras de Baudelaire, Poe, Nerval y Maupassant son paradójicas, puesto que incluyen a la vez celebraciones del autoexilio y tributos a la multitud.

En realidad, un buen índice del temperamento romántico es la tendencia a reflexionar sobre la relación entre la soledad y las multitudes. La multitud es el dominio del artista, no por filantropía, sino porque necesita un público donde probar su superioridad. Tobien Siebers sobre este artista escribe: “Se casa con la multitud para que ésta lo haga cornudo, pero los cuernos que desea llevar son los del poder, de una variedad satánica o sobrenatural”.

Pese a las afirmaciones de Baudelaire, el artista romántico no deseó ser el gurú universal, más bien quiso ser el paria del universo, ya que sólo mediante la expulsión podría trascender el gran desierto de los hombres, como lo expresara Nathaniel Hawthorne. Baudelaire comprendió intuitivamente que la megalomanía y la paranoia son reacciones extremas a esta postura, y por ello el romántico golpea para atraer más golpes. Su megalomanía florece cada vez que transforma sus heridas en marcas de distinción y genialidad.

Los golpes del artista romántico no están dirigidos principalmente a los otros, sino a sí mismo. Al herir su ego se bendice, pues como su etimología lo indica, “bendecir” significa a la vez sangrar y hacer sagrado. La bendición de este artista consiste en desempeñar ante la multitud el papel de la figura inspirada, posesa y sobrenatural: el sacerdote y la víctima de su arte. El Hombre de la Multitud, como concluyó Poe, descubre la soledad en la muchedumbre, a la vez sabe como poblar la soledad y estar solo en una multitud. De aquí hallamos el rendimiento de la fórmula de Baudelaire: “Multitud, soledad: términos iguales y transmutables para el poeta activo y el imaginativo”

Nathaniel Hawthorne, ¿signum o genius diaboli?
En “Wakefield”, Hawthorne describe a un hombre que al apartarse de la humanidad, inadvertidamente se convertía en el “Paria del Universo”. Este personaje cede su lugar y sus privilegios entre los vivos, sin ser admitido entre los muertos. Las multitudes de Londres pasan sin verlo, como el Hombre de la Multitud de Poe, sobrevive en un extraño anonimato. Un día, tras diez años de autoexilio, encuentra a su esposa entre la multitud, ocasión en la que se percata de lo extraño de su vida, y grita apasionadamente: “¡Wakefield! ¡Wakefield! ¡Estás loco!”. Sin embargo, necesita otros diez años de esta locura antes de reunirse nuevamente con su esposa en su hogar.

A primera vista, Wakefield no parece poseer los rasgos del héroe romántico. La descripción que hace Hawthorne es demasiado objetiva, y el exilio autoimpuesto por Wakefield parece demasiado accidental para ser equiparado con los visionarios de Hoffman, los payasos de Gógol, el Hombre de la Multitud de Poe, el amante de la mentiras de Mérimée o el dandy de Baudelaire. Aunque Wakefield se expulsa a sí mismo, no es lo bastante extraordinario para poder considerarlo un romántico. Simplemente, es demasiado común y está demasiado agotado. Este personaje es perseguido por una sensación de llegar tarde, exhausto por definición. En este sentido Wakefield es el héroe romántico que se ha agotado, que está harto de su exilio autoimpuesto, y anhela recobrar su puesto en el hogar, la sociedad y la historia. Estos elementos dan pie a considerar este relato de Hawthorne como reflexión y autocrítica del Romanticismo, por las razones que a continuación expondremos.

Ya se estableció que los románticos adoptaron la voz de las víctimas del racionalismo, como repulsa a la persecución. Su metodología fue convertir a los locos, idiotas, hechiceros, en general a los parias de la Ilustración, en héroes de novela. Sin embargo, el hecho de que el romántico se apropiara de la posición de la víctima no eliminó la persecución y la exclusión. Paradójicamente la actitud romántica se convirtió en medio de cobrar superioridad y de hacer otros chivos expiatorios. Como concluyó Irving Babitt en Rousseau and Romanticism: “El aspecto más nefasto de la naturaleza humana (…) es su inclinación a buscar chivos expiatorios; y mi principal objeción al movimiento que he estado estudiando [el Romanticismo] es que, tal vez más que ningún otro en la historia, ha fomentado la evasión de la responsabilidad moral y la busca de chivos expiatorios”.

Si el Romanticismo dio su voz a la víctima de la acusación de supranaturalismo, produjo a su vez otras víctimas. Proyectando este razonamiento, el próximo paso más allá del Romanticismo sería exponer su lógica como forma de victimización. La obra de Hawthorne alcanza esta interesante perspectiva sobre el Romanticismo y la representación fantástica. Hawthorne plasmó esta fórmula en las acusaciones de brujas de Nueva Inglaterra, donde halló el romance en la imposibilidad del realismo, ya que en sí mismo le resultaba demasiado fantástico, demasiado romántico.

Se ha dicho que Hawthorne, como Washington Irving, inventó una versión de lo fantástico que aprovecha la familiaridad del lector con su material. Otra posible lectura es creer que el propósito de Hawthorne era devolver el Romanticismo y lo fantástico a su sitial en la historia y en la tradición literaria. Esto no significa necesariamente que se esforzara por crear un gótico histórico o un gótico norteamericano, como muchos críticos han pretendido. Los hechos históricos relacionados con la persecución religiosa en Nueva Inglaterra y la obsesión por las brujas de Salem crearon, según este escritor, “un gótico más horripilante de lo que ningún narrador pudiese imaginar”. Lo que si es comprobable es que Hawthorne explicó la actitud romántica de modo muy similar a como explicó la actitud romántica de Wakefield, el héroe romántico que se ha agotado, que está harto de su exilio autoimpuesto, y anhela recobrar su puesto en el hogar, la sociedad y la historia.

La postura de Hawthorne se explica entre las creencias populares que pesaban en su hogar y la estetización romántica de la superstición. Lovecraft en su obra “El horror sobrenatural en la literatura”, afirma que la corriente fantástica de Nathaniel Hawthorne fue orientada por la tradición y los valores morales, quizás por ser oriundo de Salem y por el estigma heredado de su bisabuelo, uno de los más sanguinarios jueces del proceso de brujas de 1692. Lovecraft acusa el estilo de Hawthorne como didáctico y alegórico, lo que a su gusto no le ayuda a sugerir lo macabro con la fuerza y osadía con que lo haría un Edgar Allan Poe. El mismo Poe encuentra que Hawthorne está sumergido en la corriente alegórica lo que, según él, resta mérito a sus relatos, sobre todo en la consecución de la originalidad y el efecto, elementos que considera claves de cualquier narración fantástica.

Pese a los alegatos de sus contemporáneos, Hawthorne fue un romántico, sólo que no puramente en sus cuentos, sino fuera de ellos al exponer la lógica del Romanticismo en la victimización de su propia persona, el heredero de un signum diaboli, que se convierte en justiciero de los ajusticiados como expiación.

Se afirma que el vicio y el origen de la autodestrucción del Romanticismo fue su dependencia de la locura y la superstición, además de la enajenación del ego romántico, para cargar su arte y su persona de genialidad e individualidad. Es probable que Hawthorne se haya hecho cargo de ello y por tanto recurriera a otras vías para producir romance y fantasía. Extrañamente, este hombre -o tal vez no tan extrañamente, pues contrarió el espíritu de su época- no dejó más impronta en la historia de la creación literaria, que una letra escarlata.



sábado, 26 de noviembre de 2016

PREZI

Sencilla presentación rastreada por la red. No añade nada muy novedoso, pero supone una bonita presentación visual del tema.


domingo, 6 de marzo de 2016

Don Juan en Espronceda y Zorrilla

Interesante artículo sobre el tratamiento de la figura de Don Juan en nuestros dos principales autores del Romanticismo: José de Espronceda y José Zorrilla.
Artículo para aprender, pero también para debatir y opinar, porque une el estudio serio con las opiniones controvertidas sobre el tema.
Puede leerse aquí.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Ideas literarias

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José María Pozuelo Yvancos

Este volumen, único dentro del panorama editorial y de investigación desarrollado en España en los últimos cien años, ofrece al lector la posibilidad de asistir de manera unitaria a lo que ha sido la reflexión literaria española a lo largo de ocho siglos.

sábado, 17 de septiembre de 2011

MONSTRUOS SATÁNICOS (I)

El origen de la novela donde aparece el primer monstruo de Frankenstein casi parece intrascendente. Nació de un entretenimiento para un grupo de amigos. Reunidos en un lugar de veraneo en Suiza, moderadamente ociosos y presumiblemente aburridos, se propusieron escribir sendos relatos de terror para pasar el tiempo. Pero solamente llegó a hacerlo Mary W. Shelley. El objetivo de su obra no pasa de espeluznar : o sea, espeluznar casi deportivamente. Mas hay en ello mismo una valoración del terror. Aquellos amigos eran románticos de punta : uno de ellos, Lord Byron ; otro, el marido de la autora, poeta no menos significativo, Percy Bysshe Shelley. A falta de intención trascendentalizadora, en la novela se colará sin trabas el espíritu romántico, amén de un arrastre de ideología religiosa, que aquéllos difícilmente evitaban en su desmelenamiento.



El análisis de esta novela será esclarecedor, ante todo, por cuanto se trata de una tan temprana manifestación del género, que posteriormente contará sus títulos por miles. En otro orden, nos permitirá captar lo que ocurre en nuestra segunda fase, con el deslizamiento del terror hacia actitudes profanas y de entretenimiento.



Mary W. Shelley está muy lejos de los pueblos naturales, cuyos ritos es probable que ignore. En cambio, vive de una tradición cultural clásica, que invoca expresamente al referirse en el título a la figura de Prometeo. La simple mención de este nombre define su propósito : va a narrar un acto culpable por extralimitación - la "hybris" de los helenos -, por el que un hombre, audazmente, osará una acción divina. Semejante audacia cuenta de antemano con la simpatía romántica, acrecentada por las desdichas que sin duda lloverán sobre el imprudente.



¡La autora carece de picardía y resume su argumento en el título! Sin embargo, su "idea espeluznante" - que, en principio, no es más que la existencia de un "monstruo fabricado" contra natura - traerá consigo una serie de contenidos, a saber :



a) Remedo del acto creador divino. Efectivamente, éste es el acto mediante el cual se manifiesta la "hybris" de Frankenstein. Cuando afirma : "Logré averiguar la causa de la generación y de la vida ; y más aún, conseguí dotar de animación a la materia inerte", el protagonista está rayando en un máximo de temeridad científica que le introduce en la esfera de la divinidad. Para la mentalidad de su tiempo, semejante declaración es de hecho una blasfemia. Más estremecedor todavía debía resultar a comienzos del siglo XIX que formulase expresamente su comparación con el ser divino : "Una nueva especie me bendeciría como su origen y creador". Ya tenemos al hombre empinado hasta el nivel supremo. La tentación luciferina se ha cumplido. El paralelismo de esta creación por modo tecnológico respecto de la creación original va acompañar la lectura de la novela en toda su extensión.



b) Parcial fracaso del acto creador humano. Desde el primer momento cuando ve frente a sí a su criatura ya dotada de vida, Frankenstein la aborrece : ha resultado un engendro horripilante. El propio monstruo, al compararse a sí mismo con Adán, subrayará el abandono en que le ha dejado su creador : "De las manos de Dios había salido una criatura perfecta, próspera y feliz, protegida por el especial cuidado de su Creador ; se le había permitido conversar con seres de naturaleza superior y adquirir de ellos su saber ; en cambio, yo era desdichado, estaba desamparado y solo". De modo que al defecto de su abominable aspecto exterior, el nuevo ser une ese desamparo moral, que será causa, a su vez, de los desastres posteriores. Hay aquí unas intuiciones llenas de sentido. El aborrecimiento súbito de Frankenstein hacia su criatura es la toma de conciencia - como un mazazo para él - de la diferencia que le separa del Creador verdadero : a él le ha resultado un monstruo, no un ser estimable. Su culpa se hace evidencia sensible para él. Ve con sus ojos el horror al que ha dado vida. El Creador divino se complace en su obra y la ama : "Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho" (Gen., 1, 31). Pero este no-Dios que ha imitado malamente a Dios no siente amor, ni siquiera lástima, hacia la obra de sus manos, sino repulsión. También - el primero de todos -, miedo. Y huye para no volver a ver al engendro. El miedo, a su vez, es indicio de que confusamente se siente a merced del mismo. Se confirmará esta aprensión : el desvío de su creador desencadena la sucesión de las maldades que comete la criatura.



b, 1) El componente tanático. El monstruo ha sido realizado mediante un "compuesto de cadáveres". La novelista pasa casi por alto esta cuestión, pero, en cambio, será muy aprovechada por el cine para la causación de terror : la presencia del engendro es siempre macabra y en este sentido repelente.



c) El hombre como causante del mal. Los reiterados intentos de trazar una psicología evolutiva del monstruo ponen de manifiesto que la perversidad activa de éste ha sido, en efecto, determinada por una serie de circunstancias que no le son imputables a él, sino a su creador humano, y no - tampoco - por maldad, sino por imprevisión o por ignorancia : con lo que Frankenstein adquiere algunos rasgos propios del demiurgo que pone en marcha una creación fallida, a partir de la infelicidad misma de su primera criatura. Frankenstein así lo reconoce, aceptando honradamente su culpa en unos términos dependientes de "El paraíso perdido" : satanismo romántico cien por cien. Sabe cuál ha sido su debilidad y acepta su destino : "Como el arcángel que aspiró a la omnipotencia, estoy condenado al infierno eterno".



d) El saber como peligroso. Dado que la ciencia y la técnica han sido los instrumentos del gran desaguisado, se pasa a entender ambas como peligrosas o dañinas : "Aprenda de mi... lo peligrosa que es la adquisición del saber". También para la psicología del monstruo es negativo el "aumento del saber", pues da origen en su ánimo a la envidia. Se trata de una aprensión retrógrada, que puede tolerarse en un argumento de esta índole. Pero que, curiosamente, ha llegado a nuestros días, cuando se simultanea, sin justificación alguna, con la admiración a las ciencias y el entusiasmo por sus avances : pervive en numerosos estereotipos todavía presentes en la novelística, el tebeo o el cine actuales, donde es frecuente el recelo ante el "sabio" o el "inventor" ; muchas veces los roles de éste y el loco se superponen o se confunden ( = "cuidado con quien es capaz de inventar") ; en otras ocasiones, el científico está al servicio ("agente" del mal) de sórdidos colectivos que es preciso aniquilar ; etc.



e) Frustraciones del monstruo. Son muy endebles los datos que urde Mary W. Shelley sobre la psicología de un ser tan impensable. Como quiera, al adquirir conciencia de su aspecto horrible, aquél se percata de su inexcusable necesidad de ocultarse, por una parte ; así como de su necesidad de compañía y amor, por otra. Trágica contradicción. No deja de revestir patetismo su anhelo de "no estar solo". En ello vuelve a ser notable, por contraposición, la resonancia adánica : "No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda semejante a él" (Gen., 2, 18). Nueva ocasión para que el protagonista "mida" su distancia respecto al verdadero creador : él se negará a dotar de compañera a su creatura.



Al sentirse rechazado por los humanos, abandonado por su creador y, más tarde, encima, defraudado por éste en su deseo de una compañera, el monstruo comienza a perpetrar asesinatos. Su bondad ingenua, asaz "roussoniana", se transforma en maldad. Implícitamente se sugiere que el monstruo no necesita sólo "compañía", sino ejercicio sexual. El tema queda velado, pero ahí está. El monstruo padece sexualmente desasistido. Precisamente, el argumento que confirma a Frankenstein en su renuncia a "fabricarle" la compañera es la perspectiva de procreación de seres como el que ya tanto aborrece. Dijérase que los impulsos eróticos insatisfechos se abren una salida tanática : el ser que no puede copular, a falta de pareja idónea, se desfoga matando.



f) La sublevación de la criatura contra su creador, en un intento de inversión de las respectivas jerarquías. "Tú eres mi creador, pero yo soy tu amo" llega a decirle el monstruo. En la práctica, así es, puesto que le atormenta hasta el fin, causándole los daños más irreparables y convirtiéndole en un hombre acosado por la fatalidad, no menos penoso que Orestes perseguido por las euménides. Es indudable que la criatura "puede más" que su creador y juega cruelmente con él. Se trata de un mitema que llega hasta "el aprendiz de brujo" y adquiere trágica actualidad en "la rebelión de la tecnología" que tiraniza al hombre contemporáneo (el hecho de que no se le vean salidas no implica que éstas no existan). El carácter fatídico de las amenazas del monstruo es un "plus" sobre dicho mitema : Frankenstein no escapará de su venganza. Esta convicción constituye, por otra parte, su más refinado tormento moral.



g) Peregrinación expiatoria. Las últimas incidencias del infeliz Frankenstein consisten en una interminable persecución de su monstruo a través del mundo, espoleado por la obsesión de aniquilarle, purgando así la culpa de haberle dado vida. Se percibe en ello un rito de peregrinación. Pero no es la peregrinación iniciática, en busca de una situación superior o de un bien inaccesible : sino peregrinación expiatoria, así como vindicativa, ya que su objeto consiste en remediar el daño causado e impedir de una vez por todas que otros males se sigan del mismo. El romanticismo de esta situación viene dado por la medida en que se separa de los patrones religiosos de origen : el protagonista no confía en salvarse mediante su esfuerzo, en cuyo caso peregrinaría con ánimo esperanzado. Lo hace tan sólo a impulsos de su humillación y su odio : saciar éste habrá de ser para él, por último, el objeto de su vida. No una satisfacción, ni siquiera un alivio, ni mucho menos el medio de obtener perdón o gracia. Hay un fatalismo opresivo. Puesto que el monstruo es creación suya, Frankenstein corre en cierto modo hacia su propia autodestrucción, y así lo confirmará el desenlace. Es un réprobo en camino : una especie de "pre-alma en pena". Su encanto personal y sus relevantes dotes refuerzan más todavía la simpatía romántica que le acompaña en su acerbo destino.



h) Autodestrucción del monstruo mediante el fuego. Las ambivalencias del monstruo se renuevan cuando, tras la muerte de su creador, se muestra casi compungido y dispuesto a autoeliminarse. Anuncia que lo hará en una pira , es decir, quemándose vivo. El simbolismo purificador del fuego cierra así la novela. Pero el causante de tantas desdichas no es precisamente aniquilado, pues la forma de su muerte comporta una magnificación. Es el suyo un final digno de un héroe : el mismo final de Herakles. El monstruo que había causado espanto va a causar admiración en su momento postrero. También se confirman así las secretas simpatías que había suscitado en su autora.



Esta ha conjugado, pues, ingredientes culturales diversos. La sombra de Fausto es perceptible, aunque no sea invocado como lo es Prometeo. También se perciben reminiscencias del "golem" hebreo. El terror - objetivo expreso - no sólo se causa por la presencia del monstruo, sino que deriva de la "impía" temeridad de Frankenstein. La acción de éste en su laboratorio no es menos estremecedora que los alaridos desafiantes de Don Álvaro instantes antes de suicidarse despeñándose : "¡Húndase el cielo, perezca la raza humana, exterminio, destrucción!". Pero ello mismo le garantiza la adhesión de los románticos : "Debía ser espantoso; pues supremamente espantoso sería el resultado de todo esfuerzo humano por imitar el prodigioso mecanismo del Creador en el mundo". Esta confesión ha sido escrita desde una actitud religiosa. Religiosas serán, igualmente, aunque deseen romper amarras, las muy frecuentes alusiones bíblicas.

 
Pero el monstruo de Frankenstein contiene ya todas las propiedades para evolucionar hasta un personaje del todo profano.


martes, 10 de agosto de 2010

El mundo sin Dios

   El satanismo lleva consigo el titanismo, el rebelde romántico desafía a Dios, cree estar por encima del bien y del mal. Es el símbolo del esfuerzo humano por dominar el mundo por sus propias fuerzas, prescindiendo de poderes sobrenaturales. En ese sentido, aparece el mito romántico más moderno: el de Frankenstein, que incluye una serie de valores que coinciden con la síntesis en la confianza del hombre por poder llegar a crear al hombre. El concepto del Superhombre, que más tarde forjará Nietzsche, será una nueva reformulación de ese mito romántico que se rige por una moral integral, lejos y libre de imposiciones religiosas.

   La muerte y la angustia vital son los grandes males de final de siglo XIX. El sentimiento de que algo se acaba y la incertidumbre del futuro no son otra cosa que la desazón frente a los conflictos de la existencia entendidos como algo inevitable.

   El racionalismo triunfante de la época y la revolución romántica plantean por primera vez la posibilidad de vivir en un mundo sin Dios, sin modelos ni normas, en el que se plantean preguntas hasta entonces contestadas por la religión. Nace así el vértigo de la libertad. El hombre ahora es responsable de su vida, ya no está predeterminado por la fe, sin embargo, también teme el no dominar la realidad externa. De esta inseguridad surgen las depresiones, la angustia, que intentan ser combatidas por soluciones extremas, como el alcohol, las drogas o el suicidio.

   Otra de las soluciones será el sarcasmo, donde tiene cabida la insistencia romántica en lo lúgubre y en lo macabro. La noche romántica se llena de horrores, de voces, aullidos, espíritus; tanto poetas como prosistas describen con delectación cadáveres agusanados, esqueletos...

   Algunos románticos ligarán su estética a la religiosidad cristiana, maquillando la falta de fe de la época con los misterios religiosos, con el predominio de lo fantástico, melancólico y sentimental cristiano, que les parecía un regreso a los valores más puros. El ideal romántico buscará apoyo en el misticismo, en la religiosidad más pura, en la espiritualidad, pero no precisamente en la religión cristiana. Sólo los autores más convencionales como Zorrilla, o López Soler, basarán sus narraciones en leyendas cristianas, milagros, confundiendo milagro con fantasía.

   Espronceda, y los verdaderos románticos, se basarán en temas relacionados con el panteísmo, con una visión profana y no con una religión determinada. Es más, el hombre romántico se enfrentará a Dios, se volverá rebelde al pensar que ha de acatar el orden divino y su providencia, para elevarse y exaltarse a sí mismo en un acto de orgullo y de desafío. Este satanismo romántico no será tomado como inmoral, al contrario, es cívico y moral porque nace del reproche a las normas sociales, porque éstas sí que son inmorales y perversas.

domingo, 14 de marzo de 2010

El dandismo y la literatura



Desde casi el momento mismo de su aparición como fenómeno histórico –en el inicio del movimiento romántico-, el dandismo se manifiesta como objeto literario. Podríamos aducir (como explicación) el viejo axioma que quiere que los sucesos todos del arte tengan su origen en los sucesos de la vida. Si el Dandy existe (y es además novedad), el Dandy es objeto de la literatura. La explicación no es errónea, pero debe ser completada.
El dandismo es un fenómeno social (fenómeno que afecta a la vida de un individuo en una colectividad), pero fue, desde sus orígenes también, un fenómeno preferentemente literario. Y no sólo porque la literatura lo reflejó enseguida, sino porque nació unido a hechos (y a veces, a personas) literarios, en conjunción estética con el malditismo. Lord Byron no sólo fue un Dandy socialmente, sino que hizo del dandismo algo entreverado a la literatura, en su Don Juan, por ejemplo, obra que crea un estilo, el mismo Don Félix de Montemar de nuestro Espronceda, o el que refleja (la altivez, el desdén, la apostura) el poema de Baudelaire Don Juan aux Enfers. A partir de obras como las de Byron, o Pelham, la novela de Bulwer-Lytton, dandismo y literatura se confunden e interpenetran., confundiendo realmente dandismo, malditismo y satanismo, como si todo fuera uno. Los gestos, las actitudes, la máquina, en fin, del dandismo pertenecen sin duda a la realidad, pero se trata de una realidad en la que ha entrado, desde los primeros momentos de su existencia, la seducción del arte y la estética de los autores malditos.
En el estreno del Hernani de Victor Hugo, se da la eclosión del drama romántico en Francia y la abolición, bajo el miserere, el verso, la prosa y la emoción incontenida (como en el Don Álvaro del Duque de Rivas), de las severas unidades neoclásicas. Théophile Gautier, joven, asiste a este estreno con un deslumbrante chaleco rojo de fino damasco. La actitud es socialmente Dandy: es una pose, un desafío y una arrogancia. Pero es también signo de una actitud de iconoclasia literaria. El dandismo leído actúa sobre el dandismo que se vive, y el triunfo y la manera del que vive se perciben en las líneas de una novela, en los versos malditos de un poema satánico o en el texto de una disquisición teórica.
El dandismo es, pues, un fenómeno que une vida y literatura. Porque no sólo la vida se refleja en el arte, sino que, a veces, el arte se refleja en la vida.