El triunfo de la razón, en los siglos XVII y XVIII, dio mala
fama a la palabra romántico. Sus sinónimos fueron quimérico, pueril, ridículo,
absurdo e increíble. Sin embargo, al ensombrecerse la Aufklärung y al surgir el
Romanticismo, la palabra romántico se revalorizó, apuntando a la preocupación
por la invención, la creación y lo fantástico. En una época apasionada por la
creación y lo novedoso, la literatura fantástica se entronizó como uno de los
géneros protagonistas de la consagración de las diferencias, ya que resalta
aquellos aspectos de la experiencia que se aventuran más allá de lo
estrictamente humano, hacia un ámbito sobrenatural. La literatura fantástica
maduró entonces en la época romántica, a su vez la literatura romántica se
inclinó reiteradamente hacia lo fantástico.
Siguiendo estos razonamientos es posible comprender que la
superstición haya sido fuente vital de la literatura fantástica. Más aún, las
posturas de los artistas y pensadores de la época frente a la superstición son
una clave para categorizarlos. Por ejemplo, lo opuesto de las percepciones sobre
la superstición de Voltaire y Nodier son muy ilustrativas de los contrastes
entre Ilustración y Romanticismo: Voltaire la denunció como una peste y un
fanatismo, Nodier la elevó a símbolo de la poesía misma.
Tan distintos acercamientos a la superstición indican
necesariamente una progresión histórica. Los románticos asociaron superstición
y poesía porque su distancia del pensamiento mágico les permitió transformarlo
en fórmula estética; en cambio, Voltaire rechazó categóricamente la
superstición pues convivía con ella. Los alegatos de Voltaire eran críticas
sociales, pretendía librar al mundo de creencias mágicas, tarea que se tradujo
en medidas drásticas y brutales, llegando por ejemplo a proponer la quema de
los magos, acusándolos no por hechiceros, sino por idiotas.
Bajo la égida de pensamientos como el de Nodier, los
nacientes escritores románticos, en contraposición a los intolerantes
postulados “ilustrados”, se abocaron a describir el potencial estético de la
superstición, inspirándose en las ideas ocultas de los hechiceros, locos,
herejes, en fin, los proscritos en nombre de la recta razón. El vehículo
predilecto de esta nueva estética fue el género fantástico.
Según los románticos, la crítica racional de la superstición
y la fe tenía efectos negativos, dejando a la humanidad sin el consuelo que
éstas les brindaban y sin ofrecer nada en su lugar. Siebers escribe al
respecto: “La sabiduría de la Razón era la sabiduría de la serpiente: condenaba
los prejuicios de la superstición tan sólo para caer en prejuicios similares.
Se burló de la expulsión, y acabó expulsando la fe y la creencia”. Ante este
panorama la elección que quedó a los intelectuales del siglo XIX fue limitada,
los románticos más nostálgicos abrazaron la superstición como forma de primitivismo
poético; los filósofos más humanistas especularon acerca del mito y la
superstición, considerándolos lenguajes naturales. Al final, para ambas
escuelas de Romanticismo, la superstición se convirtió en un arma contra las
prácticas excluyentes de la Ilustración y fue propaganda del pluralismo
poético, tan importante para ellos.
Siguiendo estos razonamientos, planteamos que el Romanticismo
se originó como una respuesta compasiva a la persecución y la violencia social.
Los románticos identificaron el escepticismo racional con la insensibilidad y
la violencia, y su abrazo de lo fantástico fue, por lo menos en sus inicios, un
gesto favorable a los parias de la Razón.
La actitud decimonónica hacia Satanás ilustra la simpatía de
los románticos por los proscritos de la Ilustración. Después del Paraíso
Perdido de John Milton, Satán adquirió proporciones heroicas, identificándose
los románticos cada vez más con el ángel expulsado, llegando a acusar al
cristianismo por haberlo exiliado. No hay que mal interpretar estos
razonamientos, los románticos no creyeron en Satanás, lo adoraron como figura
política, retórica y filosófica, además de fuente de expresión poética.
En definitiva, los románticos se refugiaron en la sinrazón
como respuesta y ataque a la violencia de la Razón. Al desdeñar las prácticas
de exclusión de la Ilustración, se esforzaron por no excluir nada. El espíritu
del mundo hegeliano es un ejemplo excelente, y su relación con el racionalismo
aparece esbozada en las secciones de la Fenomenología del Espíritu dedicadas a
la Ilustración y la superstición. Según Hegel, la razón falló porque no se
consideró a sí misma en sus objetos de análisis, al contrario, todo fuera de
ella le era ajeno. Hegel concluye que la razón de los “ilustrados” no reconoce
la existencia de la otredad, por tanto, al burlarse los racionalistas de la
fuente de superstición, considerándola ajena, cayeron a su vez en la
superstición y la irracionalidad.
El decurso del pensamiento romántico incurre posteriormente
en el mismo vicio achacado a la Ilustración, porque al atacar la revuelta
racionalista contra la superstición produjeron su propia forma de superstición.
Su respuesta a la sinrazón de la Razón se tornó radical, cayendo pronto en una
postura patológica y quizás perversa: originalmente los románticos se
constituyeron en voceros de las víctimas para suprimir a todos los
perseguidores, pero luego su propia defensa fue victimizante, asumiendo ahora
ellos el rol de víctima.
Vemos que el intento del Romanticismo por diferenciarse del
racionalismo, en últimas cuentas no fue muy distinto del proceso de exclusión
empleado por la Razón para expulsar la fe y la creencia, sólo que los
románticos lograron la diferenciación por medio de la expulsión de sí mismos.
Como los racionalistas, proscribieron a todo disidente, llamando victimadores a
sus enemigos y ofreciendo como pruebas sus propios sufrimientos. Esta
estrategia de autoexpulsión ejerció un efecto destructivo sobre el propio romántico,
una vez que los románticos empezaron a gustar de su condición de víctima, se
regodearon en su otredad, diferenciándose de todos los demás. Se jactaban de
sus diferencias, pues las creían pruebas de genialidad y superioridad.
Esta enajenación del ego romántico produjo que durante toda
su época, se creyera que los gérmenes de la locura engendraban la brillantez
necesaria para el aspirante a artista. Por ejemplo, para Nerval, el genio
poético y la locura eran complementarios. Esta frecuente equiparación de locura
y genio alentó a muchos artistas a estudiar psicopatología, produciendo un
profundo cambio de la forma literaria, el estilo, el contenido y especialmente,
la conducta del artista. El artista romántico se presentó como el transmisor de
la locura y de la inspiración macabra, colocándose deliberadamente en los
márgenes de la sociedad. Este hombre desdeñó a la sociedad y buscó la soledad
con el propósito de alimentar sus propias visiones excéntricas, no obstante,
sólo entre la multitud su delirio podía ser considerado genial.
A medida que la conducta de los aspirantes a genio se volvía
más excéntrica, evolucionó y prosperó el mito del artista loco: Baudelaire,
Gógol, Hoffman, Maupassant, Nerval y Poe. La locura junto con la superstición
se convirtió en el tópico predilecto de esta generación de escritores,
afianzándose aún más a principios del siglo XX con la aparición del concepto
freudiano del inconsciente, término que legitimó a la locura como fuente de
inspiración creadora.
Es así como el artista romántico se interna, o por lo menos
pretende hacerlo, en su propia soledad. Para el ego romántico, ser el poeta
supranaturalmente inspirado es convertirse en el Único (le seul), como lo
demuestra “Le Christ aux oliviers” de Nerval. Al retirarse a la soledad se
diviniza a sí mismo, en palabras de Maupassant: “Guardo dentro de mí, en lo más
hondo, este hogar secreto del Ego donde nadie penetra. Nadie puede descubrirlo,
entrar allí, porque nadie se asemeja a mí, porque nadie comprende a nadie”.
La personalidad romántica, de esta manera descrita, es como
expresaba Baudelaire el vampiro de su propio corazón, que adora en un “culto
del yo” pero de un “yo sediento de no yo”. “¡Extraño espiritualismo!”, dijo
Baudelaire, “para aquellos que al mismo tiempo son sus sacerdotes y sus
víctimas…”. El dandy es el sacerdote y la víctima del arte, que define su
existencia de acuerdo con los extremos de la representación fantástica:
Jesucristo y Satanás. Deseando estar fuera del mundo, exalta la grandeza de los
parias.
Para Baudelaire, quien creía que el tipo más perfecto de
“virtud varonil es Satanás, como lo describió Milton”, sólo había dos
cualidades literarias fundamentales: supranaturalismo e ironía. Por ironía
Baudelaire entendió el desapego de sí mismo y el sarcasmo, expresiones llevadas
al paroxismo por los románticos, quienes las constituyeron en su cotidianeidad.
Tanto el supranaturalismo como la ironía permitieron al genio romántico
sumergirse en la adversidad y la marginalidad. Un fragmento del mismo Baudelaire
ilustra la tensión con que convivía el artista romántico al seguir estos
mandatos:
En realidad, no estuve completamente equivocado al
considerar al dandismo como una especie de religión. La regla monástica más
rigurosa, la orden irresistible del Viejo de la montaña, que exigía el suicidio
a sus embriagadores discípulos, no eran más despóticas ni más obedecidas que
esta doctrina de la elegancia y la originalidad, pues también impone a sus
ambiciosos y humildes fieles, hombres a menudo llenos de ingenio, valor, pasión
y energía controlada, ese terrible mandamiento: Perinde ac cadaver!
Detrás de todo esto hay una patología única: el artista se
marca a sí mismo con elsignum diaboli, para derivar al genio desde el tormento.
Entendiendo esto se puede concluir que el objetivo singular del artista
romántico es transformar el signum diabolien el genius diaboli, y hacer del
pavor de la superstición el poder de su arte.
Como el Hombre de la Multitud de Poe, el artista romántico
es el “tipo y el genio de profundo crimen”, crímenes profundos contra el yo. Y
sin embargo, si el romántico quiere triunfar en su búsqueda masoquista de la
agonía del arte, deberá tener testigos, pues sólo entonces adquirirá
significado su unicidad y genialidad. Las obras de Baudelaire, Poe, Nerval y
Maupassant son paradójicas, puesto que incluyen a la vez celebraciones del
autoexilio y tributos a la multitud.
En realidad, un buen índice del temperamento romántico es la
tendencia a reflexionar sobre la relación entre la soledad y las multitudes. La
multitud es el dominio del artista, no por filantropía, sino porque necesita un
público donde probar su superioridad. Tobien Siebers sobre este artista
escribe: “Se casa con la multitud para que ésta lo haga cornudo, pero los
cuernos que desea llevar son los del poder, de una variedad satánica o
sobrenatural”.
Pese a las afirmaciones de Baudelaire, el artista romántico
no deseó ser el gurú universal, más bien quiso ser el paria del universo, ya
que sólo mediante la expulsión podría trascender el gran desierto de los
hombres, como lo expresara Nathaniel Hawthorne. Baudelaire comprendió
intuitivamente que la megalomanía y la paranoia son reacciones extremas a esta
postura, y por ello el romántico golpea para atraer más golpes. Su megalomanía
florece cada vez que transforma sus heridas en marcas de distinción y
genialidad.
Los golpes del artista romántico no están dirigidos
principalmente a los otros, sino a sí mismo. Al herir su ego se bendice, pues
como su etimología lo indica, “bendecir” significa a la vez sangrar y hacer
sagrado. La bendición de este artista consiste en desempeñar ante la multitud
el papel de la figura inspirada, posesa y sobrenatural: el sacerdote y la
víctima de su arte. El Hombre de la Multitud, como concluyó Poe, descubre la soledad
en la muchedumbre, a la vez sabe como poblar la soledad y estar solo en una
multitud. De aquí hallamos el rendimiento de la fórmula de Baudelaire:
“Multitud, soledad: términos iguales y transmutables para el poeta activo y el
imaginativo”
Nathaniel
Hawthorne, ¿signum o genius diaboli?
En “Wakefield”, Hawthorne describe a un hombre que al
apartarse de la humanidad, inadvertidamente se convertía en el “Paria del
Universo”. Este personaje cede su lugar y sus privilegios entre los vivos, sin
ser admitido entre los muertos. Las multitudes de Londres pasan sin verlo, como
el Hombre de la Multitud de Poe, sobrevive en un extraño anonimato. Un día,
tras diez años de autoexilio, encuentra a su esposa entre la multitud, ocasión
en la que se percata de lo extraño de su vida, y grita apasionadamente:
“¡Wakefield! ¡Wakefield! ¡Estás loco!”. Sin embargo, necesita otros diez años
de esta locura antes de reunirse nuevamente con su esposa en su hogar.
A primera vista, Wakefield no parece poseer los rasgos del
héroe romántico. La descripción que hace Hawthorne es demasiado objetiva, y el
exilio autoimpuesto por Wakefield parece demasiado accidental para ser
equiparado con los visionarios de Hoffman, los payasos de Gógol, el Hombre de
la Multitud de Poe, el amante de la mentiras de Mérimée o el dandy de
Baudelaire. Aunque Wakefield se expulsa a sí mismo, no es lo bastante
extraordinario para poder considerarlo un romántico. Simplemente, es demasiado
común y está demasiado agotado. Este personaje es perseguido por una sensación
de llegar tarde, exhausto por definición. En este sentido Wakefield es el héroe
romántico que se ha agotado, que está harto de su exilio autoimpuesto, y anhela
recobrar su puesto en el hogar, la sociedad y la historia. Estos elementos dan
pie a considerar este relato de Hawthorne como reflexión y autocrítica del Romanticismo,
por las razones que a continuación expondremos.
Ya se estableció que los románticos adoptaron la voz de las
víctimas del racionalismo, como repulsa a la persecución. Su metodología fue
convertir a los locos, idiotas, hechiceros, en general a los parias de la
Ilustración, en héroes de novela. Sin embargo, el hecho de que el romántico se
apropiara de la posición de la víctima no eliminó la persecución y la
exclusión. Paradójicamente la actitud romántica se convirtió en medio de cobrar
superioridad y de hacer otros chivos expiatorios. Como concluyó Irving Babitt
en Rousseau and Romanticism: “El aspecto más nefasto de la naturaleza humana
(…) es su inclinación a buscar chivos expiatorios; y mi principal objeción al
movimiento que he estado estudiando [el Romanticismo] es que, tal vez más que
ningún otro en la historia, ha fomentado la evasión de la responsabilidad moral
y la busca de chivos expiatorios”.
Si el Romanticismo dio su voz a la víctima de la acusación
de supranaturalismo, produjo a su vez otras víctimas. Proyectando este
razonamiento, el próximo paso más allá del Romanticismo sería exponer su lógica
como forma de victimización. La obra de Hawthorne alcanza esta interesante
perspectiva sobre el Romanticismo y la representación fantástica. Hawthorne
plasmó esta fórmula en las acusaciones de brujas de Nueva Inglaterra, donde
halló el romance en la imposibilidad del realismo, ya que en sí mismo le
resultaba demasiado fantástico, demasiado romántico.
Se ha dicho que Hawthorne, como Washington Irving, inventó
una versión de lo fantástico que aprovecha la familiaridad del lector con su
material. Otra posible lectura es creer que el propósito de Hawthorne era
devolver el Romanticismo y lo fantástico a su sitial en la historia y en la
tradición literaria. Esto no significa necesariamente que se esforzara por crear
un gótico histórico o un gótico norteamericano, como muchos críticos han
pretendido. Los hechos históricos relacionados con la persecución religiosa en
Nueva Inglaterra y la obsesión por las brujas de Salem crearon, según este
escritor, “un gótico más horripilante de lo que ningún narrador pudiese
imaginar”. Lo que si es comprobable es que Hawthorne explicó la actitud
romántica de modo muy similar a como explicó la actitud romántica de Wakefield,
el héroe romántico que se ha agotado, que está harto de su exilio autoimpuesto,
y anhela recobrar su puesto en el hogar, la sociedad y la historia.
La postura de Hawthorne se explica entre las creencias
populares que pesaban en su hogar y la estetización romántica de la
superstición. Lovecraft en su obra “El horror sobrenatural en la literatura”,
afirma que la corriente fantástica de Nathaniel Hawthorne fue orientada por la
tradición y los valores morales, quizás por ser oriundo de Salem y por el
estigma heredado de su bisabuelo, uno de los más sanguinarios jueces del
proceso de brujas de 1692. Lovecraft acusa el estilo de Hawthorne como
didáctico y alegórico, lo que a su gusto no le ayuda a sugerir lo macabro con
la fuerza y osadía con que lo haría un Edgar Allan Poe. El mismo Poe encuentra
que Hawthorne está sumergido en la corriente alegórica lo que, según él, resta
mérito a sus relatos, sobre todo en la consecución de la originalidad y el
efecto, elementos que considera claves de cualquier narración fantástica.
Pese a los alegatos de sus contemporáneos, Hawthorne fue un
romántico, sólo que no puramente en sus cuentos, sino fuera de ellos al exponer
la lógica del Romanticismo en la victimización de su propia persona, el
heredero de un signum diaboli, que se convierte en justiciero de los
ajusticiados como expiación.
Se afirma que el vicio y el origen de la autodestrucción del
Romanticismo fue su dependencia de la locura y la superstición, además de la
enajenación del ego romántico, para cargar su arte y su persona de genialidad e
individualidad. Es probable que Hawthorne se haya hecho cargo de ello y por
tanto recurriera a otras vías para producir romance y fantasía. Extrañamente,
este hombre -o tal vez no tan extrañamente, pues contrarió el espíritu de su
época- no dejó más impronta en la historia de la creación literaria, que una
letra escarlata.